domingo, 26 de mayo de 2013

Mandamiento número 11: ¡Nunca comer cerca del Vaticano!

Estancia en Roma: 24 al 27 de marzo.

Todas las guías lo dicen, quienes ya habían ido me lo advirtieron, pero yo pensé que no era para tanto: ¡No hay que comer cerca del Vaticano!  Aun así, me fui a desayunar ahí porque quería ahorrar tiempo.   Así que mi segundo día  en Roma, lo empecé con un croissant terrible, un café peor y una señora que se sentó en mi mesa a leer el periódico a pesar de que los camareros le insistían en que se fuera y yo intentaba hacer ver que no me importaba.  Todo eso por la módica suma de 10 euros.

Una vez terminado el episodio del desayuno caminé hasta la famosa Plaza de San Pedro.  Otra de esas imágenes que una tiene en la cabeza pero nunca por haber estado ahí.  De nuevo, me encontré con las masas de turistas haciendo fila, pues toca pasar por máquinas de seguridad,  como las del aeropuerto, te revisan las cosas y decomisan las sombrillas, ¡son armas peligrosísimas! No sé como hicieron los guías turísticos que utilizan las sombrillas para que los sigan, quizás por eso había tanto caos dentro de la Basílica.

Debo confesar que me colé en la fila.  Era como de doscientos metros y la verdad con la experiencia del día anterior en El Coliseo, donde todo el mundo me pasó por delante, decidí que alguna ventaja debía tener pasear sola.  Así que me acerqué, fingí que era parte del grupo que estaba de primero y muy pronto pasé a que me revisaran la mochila en búsqueda de alguna sombrilla peligrosa.

Hasta allá atrás terminaba la fila, aquí la empecé yo...
Recorrer la Basílica de San Pedro es recorrer un museo.  Una cantidad infinita de obras de arte.  Todo es muy grande, muy grande, exageradamente grande.  Y esa sensación me quedó en el corazón, no sé si tanta fastuosidad es necesaria en un templo.  No estoy en contra del arte, para nada, pero sentí que concentrada en un solo sitio, de aquella manera, es demasiado para el campo visual de una simple mortal como yo.

En fin, caminé por esos suelos llenos de figuras y mensajes, con techos brillantes sobre mi cabeza, con estatuas que me vigilaban intensamente en medio de un mar de personas que no querían perder ni un instante de esa visita.  Al final, no sé si en medio de tanta foto, los visitantes estuvieron o no estuvieron, era impresionante la cantidad de 'fotógrafos' en aquel lugar.
Cuántas personas tomando una foto o revisando la foto en su móvil en esta fotografía?

Me perdí por algunos pasillos encontrando más y más decorados, cuadros, historia.  En la pared con los nombres de todos los papas fallecidos, aun no estaba grabado el nombre de Ratzinger, no sé si es que a los que renuncian no los ponen, o quizás era muy pronto.

Subí a la Cúpula, lo más alto de la Basílica.  Este recorrido no es apto para quienes padecen de claustrofobia.  De verdad, yo creo no serlo, pero hubo partes intensas donde pensé que me ahogaba.  Tomé un elevador para evitar algunas escaleras,  pero aun así subí muchas,  pasé por partes muy estrechas en las que además compartí oxígeno con decenas de personas que también querían llegar a la cúspide.

Advertencia antes de subir a la Cúpula, no es broma que da susto.
Escaleras para ir a la Cúpula, empieza a estrecharse la cosa...hubo momentos peores.
La fila para subir se tardó un par de horas, fue un verdadero vía crucis.  Tuve tiempo suficiente para terminar la novela que llevaba en el bolso, ser testigo de disputas familiares, de pareja, de niños malcriados, de grupos de amigos escandalosos, en fin, todo lo imaginable e inimaginable para una fila de aquellas dimensiones.  Pero una vez arriba, con Roma a los pies, queda claro por qué hay que subir esas escaleras.

Premio por aguantar el camino hasta arriba de La Cúpula.
Una vez inhalada aquella visión de Roma, bajé y me alejé del Vaticano, me encontré con el Río Tíber.  Di una caminata a su lado y llegué a Trastevere.  El barrio más bonito en Roma, de ‘película italiana’.  Es más tranquilo que otros lugares, aunque no del todo, está lleno de cafés, restaurantes y tiendecitas con curiosidades.  Me perdí por las callecitas de piedra, por suerte encontré dónde almorzar a pesar de estar fuera del estricto horario de almuerzo italiano (de 12 a 3 p.m.).

El Río Tíber.

“Table just for one?”, me pregunta el mesero, “yes, just for one”.  Fue muy curioso utilizar tanto el inglés en Italia, en cuanto reconocían que no hablaba italiano, de una vez se dirigían a mí en inglés, en español sucedió escasas veces, lo cual agradezco la verdad, eso de pensar que porque se parecen tanto el italiano al español, da igual comunicarse aunque no se sepa bien alguno de los dos idiomas,  lleva a muchos malos entendidos.

Almorcé-cené unos deliciosos raviolis caseros de espinaca que me dieron la energía necesaria para seguir perdida por las calles de Trastevere.   Y así terminé mi segundo día, en un barrio en el que viviría, siguiendo los charquitos que habían quedado por la lluvia, buscando nada y todo al mismo tiempo, Trastevere es para eso.

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Más fotos:

San Pedro a la entrada.

La Basílica de San Pedro.



Vista desde una de las etapas para subir al Duomo.  Abajo el interior de la Basílica.

La seguridad siempre alerta.

Las paredes del Duomo al interior, las decoraciones son hechas con estos mosaicos.



Detenidos en escalones espirales, claustrofóbicos para llegar a la cima.



Llegué! Al fondo: Roma.

Algunos dejan sus recuerdos en la paredes.

El arte de los visitantes se mezcla con el de la Basílica.

Vigilante.

La cúpula de la Basílica.

La Pietà.  Me gusta mucho.


Trastevere.

Trastevere.

Trastevere.

Trastevere.

Trastevere.

Trastevere.





Oscureciendo en Trastevere.

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